sábado, 17 de marzo de 2007




EL CRIMEN

Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas, de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico.
-sangre en la frente y plomo en las entrañas-.
...Que fue en Granada el crimen
sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada...


II

EL POETA Y LA MUERTE

Se
le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
Ya el sol en torre y torre; los martillos
en yunque - yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
"Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,

los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban...
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!"


III

Se le vio caminar..
Labrad, amigos,
de piedra y sueño, en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!

El hombre rebelde

Aprendió la libertad de la miseria. Todos eran pobres en aquella arena deslumbrada de Argel
Lo imaginaba adolescente en los topes del tranvía bajando hacia las playas de Argel, dispuesto a pegarse un baño junto con otros muchachos árabes, todos hermanados por la misma luz, por la misma pobreza. Pegarse un baño, en el argot del francés de Argelia, es una expresión que incluye lo que ese acto tiene de combate al abrazarse al agua, dejando que sea el mar el que te azote. Aprendió la libertad de la miseria. Todos eran pobres en aquella arena deslumbrada de Argel, entre barcas con pantoques color naranja, el adolescente Albert Camus y sus amigos árabes en cuyos cuerpos desnudos resbalaba el mismo sol mojado. La dicha aún tenía sentido: empezaba y terminaba en la piel.
También lo imaginaba sentado en la terraza de un café del bulevar de Argel en su época de estudiante de filosofía, siguiendo con los ojos a las muchachas vestidas con telas ligeras, de colores vivos, que pasaban por la acera, mientras saboreaba el primer anís, de cierto sabor canalla. Su padre, un jornalero agrícola de Mondovi, murió por Francia en la batalla del Marne, en la I Guerra Mundial. Albert Camus, que sólo contaba con un año de edad, fue recogido por uno de sus tíos, tonelero de profesión, guardián del propio silencio, como la madre, de origen menorquín, analfabeta, también de mucho sufrimiento y de pocas palabras. Todo lo que sabía de la felicidad lo había aprendido de los pobres bajo el sol en la playa, todo el conocimiento de la vida, más allá de los estudios del bachillerato con becas ganadas a pulso, lo había adquirido jugando al fútbol profesional. Pero en medio de esta lucha para hacerse adulto, se le presentó la enfermedad, un foco negro en el pulmón, como ese fondo oscuro que tiene siempre la luz blanca. El absurdo no era más que eso: una deslealtad del cuerpo frente al espíritu, una quiebra del espíritu contra la armonía de la naturaleza.
A mis 18 años, un librero de Valencia me ofreció envuelto en un papel de estraza, por debajo del mostrador, clandestinamente, el libro de Camus de tapas rojas titulado Verano, impreso en Argentina, que leí en la hamaca bajo el sonido de las chicharras y el olor a pinaza abrasada por la canícula. En sus páginas descubrí que el Mediterráneo no era un mar, sino una pulsión espiritual, casi física, la misma que yo sentía sin darle nombre: el placer contra el destino aciago, la moral sin culpa y la inocencia sin ningún dios. Poco después vi una fotografía del escritor con una gabardina de trinchera, el cigarrillo entre los dedos, la mirada irónica y media sonrisa colgada de la comisura; era una imagen de los tiempos en que Camus reinaba en el café de Flore de París, amado por las mujeres, orlado todavía por su lucha en la Resistencia contra los nazis, donde había sido redactor jefe del periódico clandestino Combat y ahora, amigo de Sartre, sintetizaba todo el glamour intelectual de la rive gauche, donde el existencialismo era una moda que cantaba Juliette Greco con voz quemada por el Calvados. Lo primero que hice fue comprarme una camisa negra, una gabardina blanca, dejar los cigarrillos Lucky Strike y pasarme a los Gitanes sin filtro. En cuanto hube leído El extranjero y El mito de Sísifo me fui a la playa de la Malvarrosa en un tranvía, como los de Argel, y en el balneario de Las Arenas traté de poner en práctica el absurdo solar. Subía al último trampolín de la piscina como quien acarrea el propio cuerpo a la cima y desde allí me arrojaba al agua sin saber que ese acto era un castigo que te obligaba a ascender por dentro de ti mismo una y otra vez. Desde aquella altura, entre el resplandor de la arena que hería los ojos, comprendí que se podía acuchillar a otro cuerpo sólo impulsado por el fulgor del cuchillo, un fin sin finalidad, como si el absurdo fuera una forma de belleza filosófica.
Por ese tiempo, para hacer ejercicios de francés yo había traducido el discurso que Camus lanzó contra Franco cuando España fue admitida en la Unesco. Conservaba una copia en papel cebolla que me llevé a Madrid entre las páginas de la novela La peste. El dueño de la casa de huéspedes donde fui a parar resultó ser un perista. Un día, de regreso del café Gijón, me encontré con mi maleta desparramada sobre la cama junto con un alijo de sortijas de oro, relojes, pulseras y otros abalorios y a dos policías que se pasaban uno a otro el escrito de Camus que habían encontrado entre mis papeles.
-Sólo es un ejercicio de traducción -les dije.
-Eso tendrá que contárselo al comisario -respondió uno de ellos.
Me llevaron a la comisaría de la calle de la Luna en compañía del dueño de la pensión. Después de algunos insultos quedé en libertad, pero este percance hizo que me sintiera ligado de forma romántica a Albert Camus, a quien desde ese momento guardé una fidelidad absoluta. Yo sabía con quién debía alinearme cuando Sartre y Camus escenificaron una abrupta ruptura, no sólo ideológica, sino también de su amistad, ante el mundo del pensamiento y de las letras por una concepción distinta del compromiso. Camus había tenido el valor de denunciar los campos de concentración de la Unión Soviética, y en medio de una feroz disputa los admiradores de Sartre rodearon a Camus de un cordón sanitario, que ni siquiera logró salvar con el premio Nobel. Sólo su muerte, acaecida en un accidente de automóvil el 4 de enero de 1960, lo devolvió a las páginas de los periódicos, pero enseguida su obra cayó de nuevo en el olvido. Después fueron los nuevos filósofos y otros bandos de torcaces neoliberales, que se pasaron del marxismo a la extrema derecha, los que trataron de interpretar aquel acto del hombre rebelde como una baza de su propia ideología. Pero Camus no era un ideólogo ni un moralista, sino un escritor profundamente moral que supo discernir a su debido tiempo que el compromiso debe ser con los que sufren la historia, no con los que la hacen, uno a uno, de forma personal, dondequiera que se encuentren.
Al principio fue sólo una emoción estética por su forma de estar en el mundo lo que me atrajo de este escritor, pero llegó un momento en que, en medio del naufragio de todas las ideas, lo elegí como un buen guía frente a mis propias dudas y contra toda clase de infortunio.
(Manuel Vincent)